El parricida de Tenerife confesó que su padre y se abuelo abusaron de él y su hermano
El hombre acusado de un parricidio en julio de 2020 en el sur de Tenerife contó a los psiquiatras que lo atendieron en el Hospital de La Candelaria poco después de ser detenido que su padre y su abuelo abusaron de él y de su hermano.
Así pues, el juicio que acoge la Audiencia Provincial de Santa Cruz de Tenerife ha tomado un giro imprevisto frente a la teoría de que el asesinato tuvo exclusivamente su origen en la esquizofrenia diagnosticada al acusado hace veinte años.
Esta confesión aparece en el informe que está en manos de los peritos judiciales, que apuntan a que, probablemente, el joven guardaba resentimiento hacia la víctima, al que culpaba del suicidio de su hermano, que también sufría esquizofrenia, ocurrido unos años antes y que le afectó especialmente.
Aunque lo cierto es que los médicos que lo atendieron en La Candelaria no lo mencionaron en ningún momento durante su declaración en el juicio, y sólo se refirieron a que les había contado “algunos acontecimientos desagradables”.
Es más, dijeron que cuando intentaban hablar con él sobre cualquier aspecto relacionado con el padre volvía a sumirse en una actitud totalmente pasiva como fue la norma general tras su detención.
Los peritos judiciales, sin embargo, indican que en el informe se recoge que el procesado llegó a calificar a su padre de una persona “horrible”, frente a la versión mantenida hasta ahora de que lo consideraba su mejor amigo.
Todos los psiquiatras que intervinieron en la sesión de hoy jueves coinciden en que no resulta creíble que el asesinato lo consumara guiado por un brote psicótico, ya que éste debería haber durado mucho más tiempo, incluso semanas, y que muy raramente está relacionado con la amnesia.
De hecho, en la segunda sesión del juicio el procesado declaró que no se acordaba de nada de lo ocurrido y que quería mucho a su padre.
La única especialista que mantiene la teoría de que fue víctima de un brote psicótico es la psiquiatra que lo atendía en Málaga, donde residía la mitad del año con su madre.
Esta última relató que venía tratado al procesado desde 2018 y dado que durante un tiempo permaneció estable acordaron irle bajando de forma paulatina la dosis de la fuerte medicación que recibía.
La decisión se debía a los intensos efectos secundarios que sufría, como apatía, abulia, excesiva somnolencia o aislamiento, y el objetivo era darle una mejor calidad de vida, a lo que él también aspiraba.
La última vez que lo vio de forma presencial fue en diciembre de 2019 y en ese momento comprobó que se encontraba en buen estado, por lo tanto continuaron reduciendo la dosis diaria desde 750 miligramos hasta 450.
Sin embargo, en plena pandemia la madre la llamó para decirle que estaba observando un empeoramiento en los síntomas, tales como hablar solo, tardar en contestarle, alucinaciones o ensimismamiento.
El consejo de la doctora fue volver al tratamiento anterior y continuar administrándole una inyección contra la psicosis cada tres meses.
El problema es que al estar la unidad mental cerrada por la pandemia, la dosis de mayo se la tuvieron que administrar en un centro de salud y la enfermera, al parecer, no la aplicó de la forma correcta.
La opinión de la doctora siempre fue que no debía viajar a Tenerife para evitar cualquier tipo de situación estresante, pese a lo cual se desplazó a la isla a finales de junio.
La doctora cree que la medicación fue tomada de forma correcta, en Málaga por parte de su madre y en Tenerife también su padre estaba advertido de que la supervisara.
Cuando la policía la llamó el 1 de julio tras el crimen asegura que todo el equipo sufrió “un palo muy fuerte. Este caso específico nos resultó especialmente chocante y sorpresivo”.
Al final pensaron que había coincidido una serie de circunstancias desafortunadas como haber permanecido encerrado a causa de la pandemia, el viaje, la reducción de la medicación y el posible error al aplicarle la inyección para atajar la psicosis.
A los psiquiatras que lo atendieron en la madrugada del 2 de julio en La Candelaria les llamó la atención que al principio se mostrase colaborador pero cuando intentaban hablar de lo que le pasó al padre inmediatamente alegara que no recordaba nada.
La conclusión es que en la primera parte de la conversación les pareció sincero mientras que en la segunda pensaron que estaba mintiendo, actitudes que no son compatibles con sufrir un brote psicótico.
Los psiquiatras que hicieron el peritaje judicial se reunieron en tres ocasiones con el acusado y ante ellos también mostró la misma negativa a hablar de lo ocurrido, a aparentar amnesia o “decir lo que le interesaba”.
Los peritos creen que el posible resentimiento que sentía hacia su padre se desencadenó a raíz de una discusión que mantuvo con él por su negativa a lavar los platos, reprocharle que tirara las colillas al suelo y lo amenazara con mandarlo de nuevo a Estepona.
Con posterioridad parece haber mejorado su situación, confesó que se arrepentía de lo ocurrido y que si pudiera no lo volvería a hacer. Además, en la actualidad la medicación se ha incrementado hasta los 900 miligramos diarios y que las inyecciones se aplican cada dos meses.
Los peritos forenses concluyeron que la causa de la muerte fue una gran pérdida de sangre debido a las múltiples heridas que recibió el padre, de las que cuatro se localizaron en el brazo izquierdo, 43 en la parte de arriba de la espalda y quince en el torso.
Dado el número tan elevado de cuchilladas era imposible que no se vieran afectados órganos vitales como el corazón o los pulmones y tampoco se puede determinar cuál de ellas resultó más grave.
La muerte se produjo en un máximo de cuatro o cinco minutos cuando había perdido cerca del 20% de sangre, aunque seguramente incluso antes la víctima estaba ya inconsciente.
Las pruebas de ADN mostraron que en todas las uñas del padre aparecía sangre suya pero dado el parentesco existen 480.000 posibilidades de que fuera de ambos.
En las dos manos del acusado y sobre todo en la derecha había heridas compatibles con el uso del cuchillo de quince centímetros de largo y cuatro de ancho, probablemente porque el arma se le deslizó dada la virulencia del ataque o porque se la clavó sin darse cuenta.